«La Naturaleza de la Ondina«
Un manantial, una mujer sin pasado y un olor a hierro que lo impregna todo. Entre la quietud del agua y el filo de una espada, el relato explora hasta dónde puede sostenerse la humanidad cuando lo que nos habita pide lo contrario.

Puedes leer el relato al final de este artículo pero si quieres hacerlo ya, pincha en el título justo aquí abajo. Me encantaría que me dejaras un comentario y saber qué te ha parecido.
Explorando el Misterio de las Ondinas: Criaturas Sobrenaturales de los Ríos y Lagos
En las profundidades de los ríos y lagos del folclore europeo y más allá, se encuentra una criatura misteriosa y fascinante: la ondina. Estas entidades sobrenaturales, también conocidas como ninfas del agua, han cautivado la imaginación de generaciones con su belleza, pero también con su ferocidad y encanto seductor. Desde sus misteriosos orígenes hasta sus representaciones en las leyendas y la literatura, las ondinas continúan intrigando a aquellos que buscan sumergirse en los secretos del mundo acuático.
Orígenes y Leyendas
Las ondinas tienen sus raíces en la mitología europea, donde se las considera espíritus de los cuerpos de agua, especialmente ríos y lagos. Se cree que estas criaturas son guardianas de la naturaleza y personificaciones de la belleza y la fuerza del agua. Según las leyendas, las ondinas pueden ser tanto benefactoras como malévolas, dependiendo de cómo se las trate.
Una de las leyendas más conocidas sobre las ondinas es la historia de «Undine», una obra de la literatura alemana escrita por Friedrich de la Motte Fouqué en 1811. En esta historia, Undine es una ondina que se enamora de un caballero humano, pero su amor está marcado por la tragedia debido a su naturaleza dual como ser acuático y sufrimiento humano.
Hábitat y Morfología
Las ondinas se asocian principalmente con cuerpos de agua dulce, como ríos, lagos y manantiales. Se cree que residen en palacios submarinos elaboradamente decorados, donde celebran sus festividades y se deleitan con la música y la danza. En cuanto a su morfología, las ondinas suelen representarse como mujeres jóvenes y hermosas, con largos cabellos que fluyen como el agua y ojos que reflejan los misterios del océano. A menudo se las describe con una complexión delicada y una voz melodiosa que puede hipnotizar a aquellos que las escuchan.
Interacciones con los Humanos
Las interacciones entre las ondinas y los humanos son un tema recurrente en las leyendas y cuentos populares. Se dice que estas criaturas pueden enamorarse de mortales y ofrecerles su amor y protección, pero también pueden ser vengativas si se las ofende o se las trata con desdén. En algunas historias, las ondinas pueden conceder dones y favores a aquellos que las tratan con respeto, como la capacidad de respirar bajo el agua o la promesa de riquezas.
Representaciones en la Literatura y el Arte
Las ondinas han inspirado numerosas obras literarias y artísticas a lo largo de los siglos. Desde poemas románticos hasta pinturas impresionantes, estas criaturas han dejado una marca indeleble en la cultura popular. Uno de los ejemplos más destacados es la ópera «Undine», de la cuál,E.T.A. Hoffmann, escribió la partitura, que narra la historia de una ondina que busca obtener un alma humana a través del amor. Además, artistas como John William Waterhouse y Gustave Doré han capturado la belleza y el misterio de las ondinas en sus obras.
En conclusión, las ondinas siguen siendo una fuente inagotable de inspiración y fascinación para aquellos que buscan explorar los misterios del mundo acuático. Con su combinación única de belleza y peligro, estas criaturas continúan cautivando la imaginación y recordándonos que, en los reinos más profundos de la naturaleza, aún quedan secretos por descubrir.
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La naturaleza de la ondina por Lola Alarcia
La naturaleza de la ondina por Lola Alarcia
Despertó con la lengua salada y el murmullo del manantial pegado a los oídos. Tenía las manos pegajosas. Al separarlas, el agua arrastró filamentos oscuros. No recordaba su nombre, pero supo dos cosas: que odiaba el calor en los pies y que el hierro huele a miedo.
Metió los talones en la orilla y el frío le calmó el latido. Abrió los ojos: el olor a hierro le subió por la garganta. Había sangre en el musgo, en su vestido, en el agua quieta. Intentó recordar y, al hacerlo, el sueño volvió como un golpe.
Tenía una pesadilla recurrente. Dormía en la orilla de un manantial, había dos hombres junto a ella, uno de ellos le sujetó los brazos al ver que despertaba y el otro se sentó sobre ella. Intentó deshacerse de él sin éxito. Uno le tapó la boca y el otro deslizó su mano bajo las faldas. El gesto hizo saltar una chispa en su pecho que prendió con fuerza. Sintió miedo por lo que crecía en su interior. Su respiración se aceleró y todo se volvió oscuridad.
Pero esa vez, al despertar, supo que no era un sueño, era un recuerdo.
Recordaba sus manos pegajosas, cubiertas de sangre. Junto a ella había un cuerpo, parte en el manantial y parte en la orilla. Perlas rojas, coaguladas sobre el musgo en el que despertó, la rodeaban. El agua teñida desprendía olor a hierro.
Se apartó del cuerpo y trató de lavarse. Tenía que huir.
¿Había una bestia cerca y estaba en peligro?
A lo lejos vio casas, pero no se atrevió a acercarse al pueblo. Le aterraba lo que pudieran pensar al verla cubierta de sangre.
Se lanzó al bosque. Sentía náuseas y el olor a tierra mojada le atravesaba el cerebro.
Temblaba y le costaba respirar. No por la sangre, sino por lo que rondaba su mente: no había bestia, sólo ella.
Su memoria le lanzaba destellos horribles. Vio el terror en el rostro de aquellos hombres que la asaltaron. Vio sus manos, limpias, sólo que ya no eran manos, eran garras que se movían sin piedad. Olió el miedo en el sudor de aquellos diablos y el de su sangre al brotar de las heridas. Escuchó los gritos y un rugido. No había bestia en el manantial, la bestia era ella.
Meses después, vivía en la casa de un joven caballero que la encontró desorientada en el bosque.
Alejandro.
Con los pies en carne viva. Llovía y no controlaba su cuerpo. El agua casi había borrado todo rastro de sangre en ella.
Aún recordaba aquella primera mañana: el olor del pan recién tostado. No conocía el lugar. Salió de la cama, vestía un camisón de lino con detalles bordados. El estómago rugió desesperado.
El aroma venía de un pequeño salón en el que había un hombre de espaldas a ella. Atizaba las brasas con fuerza. Al oír sus pasos, se volvió.
—Al fin ha despertado —dijo—. Doy gracias por verla recuperada. Me llamo Alejandro.
Ella lo miró agradecida, en silencio. No tenía claro si lo que recordaba era real o una pesadilla y prefirió no hablar. La invitó a sentarse y le ofreció la comida que había sobre la mesa.
—¿Se encuentra mejor? —preguntó, con voz preocupada.
Ella asintió.
—¿Puedo saber su nombre?
Ella lo miró con los ojos muy abiertos. No sabía cómo se llamaba. Él pareció leer su desconcierto y le ofreció un trozo de bizcocho, para que no se preocupara.
—Alguien la echará de menos –le dijo—. La buscarán y entonces sabremos quién es usted –la tranquilizó.
Cuando terminaron de desayunar, la invitó a pasear por los jardines. Entonces lo vio: un gran estanque en el patio. Se descalzó sin pensarlo. Se adentró en sus aguas con el vestido sujeto para que no se le mojara. Al sumergir los pies, un escalofrío la azotó, como si la humedad moviera una pieza en ella que llevaba horas desencajada.
Alejandro la miraba desde el borde, sonreía.
—¿Le gusta el agua? —preguntó.
Ella movió la cabeza sin perder su sonrisa.
—¿No puede hablar? —se interesó.
Ella negó con la cabeza y regresó a la orilla. Si veían que no podía hablar, no le pedirían explicaciones.
—Puede quedarse aquí el tiempo que necesite —le dijo—. ¿Sabe escribir? Así podríamos comunicarnos.
Ella negó de nuevo.
Todos los días, tras el desayuno, corría al estanque y se remojaba los pies. Si pasaba horas sin tocar el agua, la nuca le latía con un dolor seco que solo el frío calmaba. Alejandro la acompañaba siempre que tenía tiempo y le contaba historias de sus viajes por medio mundo.
A su lado, la imagen del manantial fue desdibujándose; los recuerdos se le iban como tinta en agua.
Alejandro se fue de viaje por unos días. Los criados vaciaron el estanque para rascar el limo del fondo, como hacían antes de la primavera.
Pero ella necesitaba agua.
Probó suerte por los alrededores hasta dar con un riachuelo: a más de dos horas de camino. Las primeras veces volvió aliviada —la nuca dejaba de latirle—. La tercera, el bosque la frenó en seco.
En el margen, donde el camino se encajona entre alisos, vio sombras encapuchadas. Creyó que eran viajeros, pero decidió ocultarse.
Se agachó entre los matorrales. Entonces aparecieron dos lavanderas con la colada chorreando en unos cestos oscuros. Las risas surgieron de los árboles. Los hombres salieron a su encuentro, les arrebataron los cestos. Las muchachas echaron a correr. A una la alcanzaron enseguida y la tiraron al suelo entre gritos. La otra se detuvo a unos pasos, temblando, sin atreverse a volver y sin querer dejar sola a su amiga.
Al ver cómo la sujetaban por las muñecas, algo se encendió en su pecho.
Cerró los ojos. Respiraba con fuerza. La nuca le latía; la sangre le hervía. Cuando los abrió, algo había cambiado. La garganta le sabía a hierro. Salió de los matorrales y corrió hacia los salteadores.
El pánico saltó a los ojos de todos —víctimas y verdugos—. Soltaron a la mujer y echaron a correr, pero no lo bastante deprisa.
Los ojos de ella, del color de las aguas profundas, se enturbiaron hasta un rojo oscuro. La boca se abrió en un rugido; las uñas se curvaron como garras.
Se abalanzó sobre el primero: lo alzó y lo lanzó contra el tronco de un roble. El crujido seco de la espalda sonó limpio.
La hierba pisoteada olía a clorofila. Se volvió hacia el segundo y hundió los dientes en el cuello; la sangre le resbaló por la lengua.
Vio al tercero huir por el camino. Lo alcanzó en dos zancadas, le abrió el vientre con las garras y cayó de rodillas en el polvo. Los gritos se apagaron de golpe.
Se volvió sin aliento. El rostro ardiente y pegajoso. Una de las mujeres estaba apoyada contra un árbol, con los ojos cerrados, rezando por su vida.
La otra, paralizada, la miraba con las rodillas clavadas en el camino. Ella les devolvió la mirada, temblando, sin entender el miedo en sus rostros. Hasta que fue consciente de lo que acababa de hacer y les dio la espalda. Se acercó al agua y trató de lavarse la cara y las manos. Vio su reflejo y no se reconoció. Los ojos penetrantes, los colmillos aún al descubierto, la nariz arrugada…
Pensó que se le había escapado uno. Si era así, lo dejaría matarla: un monstruo como ella no debía vivir.
Se volvió, desconsolada… y se encontró con el rostro preocupado de Alejandro. Dejó el caballo y se acercó; le tomó la mano sin importarle la sangre que le cubría la piel.
—¿Está bien?
—No.
—¡Puede hablar! ¿Recuerda algo? —la miró, sorprendido.
—Sí —dijo, llorando—. Me llamo Tesenia.
—¿Qué ha pasado aquí?
—Máteme —dijo, y llevó la mano a la espada que él llevaba al cinto.
—No —Alejandro le sujetó la muñeca—. Cuénteme qué ha ocurrido.
—Soy un monstruo. Olvidé quién era, pero lo sigo siendo aunque olvide.
—¿Recuerda quién es?
—Soy una ondina —susurró. Al decirlo, el calor le subió por el pecho; los ojos se le tiñeron de carmesí y las uñas se curvaron como garras.
Delante tenía a un hombre, y todo su ser le pedía sangre. Se obligó a respirar. La mirada de Alejandro no se apartó de la suya.
Se abalanzó sobre él y el joven desenvainó su espada sin dudarlo. No sintió dolor, sólo frío y paz. El calor en su pecho se apagó y, por un instante, sintió que el monstruo desaparecía justo antes de cerrar los ojos y dejarse llevar por la oscuridad.