




En «La Dama del Guadiana«, Gustavo, un joven poeta atormentado por la pérdida de su amada Catalina, se ve envuelto en una enigmática aventura en la noche de Badajoz. Guiado por un misterioso resplandor, se encuentra con Leonor, una dama del pasado cuya trágica historia se entrelaza con la suya. A través de un viaje sobrenatural que desafía las barreras del tiempo y el más allá, ambos buscan la redención y un nuevo comienzo. Pero cuando la realidad y las leyendas se fusionan, Gustavo debe enfrentar la verdad sobre el amor, la pérdida y la posibilidad de un reencuentro inesperado. Una historia donde el amor eterno se pone a prueba en el telón de fondo de una ciudad histórica, revelando que, a veces, las respuestas que buscamos están donde menos las esperamos.

Sígueme en el blog y en Instagram para no perderte nada. Si me sigues, me estarás dando tu apoyo para que pueda seguir escribiendo.
Este relato es sólo uno de los muchos que podrás leer si me sigues. Contar historias es mi forma de compartir con el mundo mi visión. Adoro las leyendas y siempre quise escribir un relato con esta maravillosa leyenda de mi ciudad, Badajoz y de su bello río, el Guadiana. Tengo en mente algunas historias más sobre mi ciudad y espero poder compartirlas muy pronto con vosotros, por eso tienes que seguirme, porque es la mejor forma de enterarte de cualquier publicación.
Muchas gracias por leerme y no te olvides dejarme en los comentarios qué te ha parecido «La dama del Guadiana» y si conoces alguna leyenda que te gustaría ver convertida en relato.
Un saludo, Lola.
La dama del Guadiana
En cada verso que intento,
en cada rima que escapa,
busco tu esencia y me pierdo
en la maraña de una despedida
que no sé cómo empezar.
He escrito tu nombre, Catalina, mil veces,
y mil veces lo he borrado,
porque ninguna letra merece definirte.
Gustavo detuvo su pluma. Una gota se deslizó por la punta y se desprendió manchando la última palabra. Furioso, partió el que fuera el último regalo de Catalina, el que le hizo el día que marchó a filas. Dejándose guiar por el arrebato, hizo trizas el papel sobre el que pretendía, sin éxito, despedirse de ella, de su luz, de su aliento.
—¿Hoy no fluye la tinta, maestro? —le dijo el bodeguero, que barría sin cuidado del polvo que levantaba el suelo plagado de palillos y restos de pan—. ¿El ejército no te ha quitado las ganas de escribir?
—No es noche de abrir el alma, muchacho —le espetó el cocinero desde la puerta. Iba arremangado a pesar del frío y cargaba con un cubo de basura que acababa de vaciar.
—Esta noche las ánimas están revueltas, deja eso para mañana y vete a descansar.
Gustavo recogió sus papeles, los rotos y los enteros y guardó la pluma partida en el bolsillo de su chaleco sin importarle que la tinta fresca en la punta lo manchara.
—¿Qué se debe? —dijo mientras rebuscaba monedas en su bolsa.
—Invita la casa —el bodeguero retiró el vaso de vino, intacto de la mesa—. Tómalo como mi regalo de bienvenida a Badajoz.
Gustavo le agradeció el gesto. Abandonó la bodega cuyo nombre honraba al patrón de la ciudad. Se frotó los brazos, su capa, vieja y maltrecha, que el abuelo de Catalina le regaló al partir a la universidad, ya no abrigaba como antes.
La plaza, vacía, a excepción de las agujas del reloj que rozaban las doce y los pocos se atrevían a permanecer fuera esa noche, le daban un toque triste al lugar. Unos por temor, otros por respeto, hacía tiempo que descansaban al resguardo de la noche. La niebla ganaba terreno y serpenteaba por la calzada hasta casi tocar la Plaza Alta.
Era tarde, sí, pero no para él, que sentía la necesidad de escribir, pero no lograba juntar las letras. El dolor que sentía era demasiado intenso. Todo lo que esperaba al regresar, se había tornado en vacío. Miró a su alrededor, anhelando algún local abierto en el que poder calentarse mientras escribía. Todo estaba cerrado. Apenas se veía la luz de alguna farola, que luchaba contra la niebla. Se giró hacia la iglesia más cercana y se encaminó hacia ella.
—Buenas noches, señor Mendoza —le saludó el sereno al paso—. Me alegra ver que ha vuelto. ¿No debería un poeta descansar en una noche como esta? Las ánimas podrían aprovecharse de un muchacho como usted.
—Poco me importa, señor. El mundo de las ánimas tiene más que ofrecerme ahora que el de los vivos.
El farolero no supo qué contestar y permaneció en silencio. Gustavo siguió adelante. Algo llamó su atención. Una luz, apenas un destello. Al fondo, tras la silueta de la Iglesia de San José no se veía nada. La niebla ocultaba de la vista el río, que fluía impasible al dolor y a la alegría de una ciudad como Badajoz.
El poeta alcanzó la portada de San José y se detuvo. La puerta, entreabierta, dejaba escapa el aroma del incienso que superaba el olor a frío y humedad que impregnaba la niebla. Gustavo respiró profundo. Su alma rota necesitaba algo que ese olor a incienso parecía esconder. La pluma parecía una buena medicina, aunque no sentía que las palabras lograran hallar el orden en el que abandonar su mano y fijarse en el papel. Cerró los ojos, apretó los párpados y trató de no pensar en ella, Catalina.
¿Era posible?
¿Aquellos ojos castaños ya no brillaban?
¿Aquella risa ya no iluminaba los corazones de quienes la escucharan?
¿Cómo podía existir un pozo tan oscuro e impenetrable como la muerte?
¿Cómo él, que había perdido tanto y a tantos podía no comprenderla aún?
¿Y qué se escondía tras ese velo de oscuridad y desolación?
¿Acaso algo más que el olvido?
La muerte era horrible, porque era eterna y contundente.
Aquella noche era especial, era la víspera del día de todos los santos y quizás el cura aún permaneciera despierto, rezando por las almas de los inocentes que ya exhalaron su último aliento. La muerte no era algo que terminara nunca.
Decidido, dio un paso para entrar en el templo, pero la luz, al fondo, parpadeó de nuevo y distrajo su determinación. No era la llama de un farol, no era fuego, aunque danzaba como una llama y se movía a la altura de la cabeza de un hombre. ¿Podía ser el farol de un sereno? No. Imposible, estaba lejos y no lo vería a través de la niebla.
Movido por la curiosidad, se acercó a la luz, que empezó a alejarse lentamente. Detuvo el paso y la luz también. El dolor y la pena se apartaron de su corazón y se dejó de llevar por esa nueva sensación de misterio. Emprendió la marcha hacia la luz y esta recobró su paso. Aceleró su andar y la luz también. Sin darse cuenta, se fue acercando al río y la niebla se hizo más y más espesa. Casi parecía enroscarse a sus piernas, como los tentáculos de un monstruo marino que buscaba atraerlo al fondo de las oscuras aguas del mar. Bajó la vista un instante y al levantarla, la luz había desaparecido.
Gustavo, consciente en ese momento de que no miró ni un instante por dónde hollaban sus pasos, reemprendió la marcha y casi se dio de morros con la puerta de la ermita de los Pajaritos. Estaba junto al río sin ser consciente de ello. Miró a su alrededor, nada más que niebla y el halo, casi imperceptible, de las llamas de las farolas allá en la calle del Río. Un ruido seco lo devolvió a la tierra y se giró sobresaltado, sintiéndose víctima de alguna emboscada.
Nada. Sólo niebla, frío y el sonido del río.
La media noche había llegado y no era momento para deambular por las calles de una ciudad que se preparaba para recordar a las ánimas que la habían abandonado.
Un escalofrío le recorrió el cuerpo y en el mismo instante en que la misteriosa luz regresó, una visión imposible se reveló ante él. Gustavo miraba desconcertado. Era una figura humana. Caminaba hacia él con paso firme y la veía con claridad. No cabía duda, era un cuerpo que se acercaba decidido. ¿Acaso una doncella?
—¡Catalina! —soltó el muchacho un instante antes de que la luz lo atravesara.
No sintió más que un frío intenso que atenazó su cuerpo y le paralizó los músculos. Sus rodillas flaquearon y se desplomó sobre barro, frente a la vieja ermita. La luz siguió caminando y cuando el joven logró voltear la cabeza para buscarla, la vio marchar junto a la orilla.
Gustavo sacó fuerzas, soñando con encontrarse con Catalina y se levantó para seguir los pasos de la figura. Le costaba caminar, estaba helado y sus pies no respondían como debían. Se detuvo un instante y se frotó las piernas tratando de hacerlas entrar en calor. La figura se alejó y se perdió en la niebla, en dirección al puente.
Cerró los ojos. La esperanza por reencontrarse con su amor calentó su espíritu y logró recobrar el control de su cuerpo. Se irguió y se encaminó hacia ella.
Al llegar a lo alto, no vio a nadie. La niebla era menos intensa allí y en el cielo se atisbaba el resplandor de una luna que se anunciaba llena. Gustavo miró hacia la ciudad, la bruma le impedía ver nada más que borrosas coronas de luz, casi más lejanas que nunca. Sin embargo, al mirar al río, cuna de la niebla, veía el puente casi completo, el pico de tierra que se levantaba en mitad de las aguas y la ermita de los pajaritos, en la que se distinguía una llama azul que bailaba despacio, mecida por el viento.
Miró hacia el puente, la luna deshizo la niebla. Iluminaba la figura que había seguido como un foco de teatro. Ahora la vio completa. Era una dama, vestida con ropas antiguas, sentada en la balaustrada del puente, de cara al río. Gustavo se asustó. No era su Catalina. Era más joven, muy delgada y frágil. Momentos antes se le antojó casi de cristal, transparente y etérea, ahora parecía real, de carne y hueso. debía acercarse, nada bueno podía suceder de alguien sentado en una barandilla.
—Es tarde, señora, no debería estar aquí —le dijo sin atreverse a dar un paso.
Ella levantó la cabeza y lo miró de reojo, como asustada por lo que sucedía. Gustavo permaneció inmóvil, no quería asustarla y que cayera al agua helada de aquella madrugada de otoño. El Guadiana era río tranquilo que guardaba peligros en su lecho. Eran muchas las almas que arrastró hasta el fondo y no quería ver cómo aquella muchacha desaparecía en la oscuridad. La joven giró su rostro hacia él y lo miró, sorprendida. Como si no comprendiera que alguien le hablara. A lo lejos, en la ciudad, las campanas anunciaron las doce y Gustavo miró atrás un instante, sobresaltado por el tañer lastimero. Al volver su vista al puente, la muchacha no estaba.
Alarmado, corrió hacia el lugar en el que estaba y se asomó al río. Las aguas permanecían en calma, sin muestras de que nada hubiera caído y perturbado su discurrir. Miró asustado, con el corazón acelerado y se deslumbró con el reflejo de la luna en el agua. Apretó los párpados y respiró profundo. Cuando se recobró, levantó la cabeza y miró al frente, a la oscuridad más allá del río. Se giró hacia la cabecera del puente, dispuesto a retornar a su casa, cuando se topó de frente con la figura de la dama, en pie, ante a él. Contempló su rostro pálido y sus cabellos oscuros movidos por una inexistente brisa.
Gustavo quedó petrificado. Su corazón latía con fuerza, aunque la sangre se heló en sus venas y el sonido de un zumbido se alojó en sus oídos.
La dama dio un paso hacia él y levantó su mano hasta rozarle la mejilla. Gustavo cerró los ojos ante el tacto de aquella piel fría que lo tocaba. Es noche de ánimas, muchacho. Las palabras del cocinero resonaron en su mente y el recuerdo de una historia encontró la forma de vaciarse en su consciencia. Una historia de viejas, una leyenda que aterrorizaba a los muchachos que buscaban el frescor de las aguas del Guadiana en las noches de verano.
—No sólo me ve, también me siente —dijo la muchacha sin apartar su mano.
Gustavo logró dar un paso atrás, hasta chocar con la fría piedra que lo separaba de las aguas del río. La joven lo miraba, confundida. Tenía los ojos muy grandes y la mirada húmeda. Tan frágil, tan perdida, tan sola.
—Me siguió por la orilla, ¿por qué? —le preguntó.
—Porque creí ver otra persona —dijo el poeta.
—Poca gente encontrará aquí a estas horas.
—Eso me temo.
El silencio se hizo en el puente, ni la brisa se atrevía a cortarlo. La joven bajó la mirada a sus manos y el poeta dio un paso al frente, reuniendo el valor de separarse de la fría piedra para ver mejor lo que se le antojaba el ánima de una joven desdichada.
—Me llamo Gustavo Mendoza —se presentó.
—Yo me llamaba Leonor, no recuerdo ya mi apellido —se lamentó ella.
La luna iluminaba sus cabellos oscuros, que brillaban con un tono nacarado, irisado, como si se tratara de un sueño. Su pecho se elevaba agitado, nervioso, aunque no se veía el aliento escapar de su boca como sí lo hacía de la de Gustavo.
—¿Qué le aflige tanto que le trae aquí en una noche como esta? —preguntó Leonor.
Gustavo tomó aire. Por un momento olvidó el dolor que ahora retornaba frío y cortante, como el viento que se levantaba entre ellos.
—La pérdida más grande que un alma puede soportar.
—Lo mismo me trajo a mí hace tiempo, el río se la tragó conmigo, pero no se la llevó —Leonor se volvió hacia la ciudad.
Gustavo se volvió hacia la oscuridad del río, rota por el foco perpetuo de la luna llena. Miró hacia la espesura y después hacia el agua que corría sin importarle quién o qué la contemplaba.
—Parece un buen lugar para perderse —confesó sin poder apartar el recuerdo de Catalina de su cabeza.
—Pero no lo es —lo cortó Leonor.
El poeta dudó. Era en una situación extraña. La noche se tornó hacía rato en algo inimaginable. La ciudad, cercana, parecía tan lejana que se sentía en la más absoluta soledad.
—Tú… moriste, pero sigues aquí —le dijo Gustavo.
—A mi pesar, sí.
—¿No hay nada después? Quiero decir, estás aquí, pero ¿no hay otro lugar?
—Algo hay, creo que ya no puedo ir allí porque no lo hice cuando pude.
Gustavo pensó en su Catalina. ¿Se había marchado a ese lugar? ¿Por qué no se quedó y poder verla una vez más?
—Piensa en ella, en la mujer que perdió.
—Pienso muchas cosas ahora mismo —dijo Gustavo.
—¿Como qué?
—¿Por qué puedo verla a usted y no a ella?
—No lo sé. Sí sé que a mí me han visto muchos, durante todo este tiempo, curiosamente es usted el primero que me escucha y que habla conmigo.
Gustavo se volvió otra vez hacia el río y respiró profundamente. El frío resultaba reconfortante, le recordaba que aún sentía y seguía con vida.
—¿Podría quedarse a mi lado esta noche? Hacía tanto que no tenía alguien nuevo con quien conversar.
Gustavo se volvió y decidió quedarse, no tenía nada mejor que hacer. Si decidía seguir a su amada al lugar al que se hubiera marchado, podría hacerlo bien en ese instante o al amanecer.
Le ofreció su compañía a la dama Leonor y juntos se marcharon por la orilla del Guadiana, dando un paseo, bajo el ojo perpetuo de una luna especialmente brillante.
Leonor le contó su historia, la real, no la que contaban en la ciudad sobre ella. Era cierto que se quitó la vida en ese puente. Pero nunca provocó la muerte de nadie. Era un fantasma, un ánima errante que poco podía hacer en el mundo de los vivos. Su familia murió en un terrible accidente y ella se vio sola en un lugar demasiado grande. No lo soportó y una noche, tomó la decisión. Abandonó su casa en silencio y caminó hasta el puente. Estuvo allí durante horas, sentada en la barandilla, mirando la corriente pasar. El frío se apoderó de su cuerpo y su alma. Vio claro lo que quería, que aquel dolor se extinguiera y volver a perderse en los oscuros ojos de su madre, oler el aroma a canela de la camisa de su padre y revolver los caracolillos que se formaban en la coronilla de su hermanito. Saltar se le antojó la acción que le permitiría atravesar un portal prohibido para los vivos.
No fue así.
Cuando el frío del agua la poseyó, todo se tornó oscuridad y de repente, una ráfaga de luz la devolvió a la realidad. Estaba sobre el puente, mirando el agua bajo ella. Era de noche, aunque no la misma noche. Llovía a cántaros y un joven lloraba en el mismo lugar por el que ella saltara. Se acercó hasta él y quiso posar su mano sobre un hombro que atravesó. El joven respingó y se volvió. La miró un momento y en su cara se reflejó el terror que sintió. Leonor habló, el joven, que no la escuchaba, huyó.
Desde entonces, alguna que otra vez, tuvo encuentros parecidos. Unas veces era de día, casi siempre de noche. Fue testigo de cómo muchas ánimas que no siguieron adelante, como ella, permanecían en aquel lugar, ajenos al mundo. Pocas hablaban y las que lo hacían desaparecían rápido. Todas menos una, la del ánima más antigua de la ciudad que aún no se marcharía. Era un anciano, un buen hombre que se pasaba su tiempo pintando cuadros que ya sólo los muertos disfrutaban.
—Es un alma sabia que ha visto muchos más que yo pasar por aquí y marcharse —le explicó Leonor.
—¿Y nunca le ha preguntado cómo puede salir de aquí? —le indicó el poeta.
Leonor detuvo el paso. Su rostro reflejaba la sorpresa. Como si ahora lo viera claro. Tal vez era eso lo que necesitaba. Si alguien podía ayudarla a seguir, era él.
—Podríamos ir a visitarlo. ¿Me acompañaría? —le pidió Leonor.
—Vamos pues —le indicó Gustavo invitándola a guiarlo.
Juntos desanduvieron los pasos dados por la orilla hasta llegar el punto en el que Gustavo comenzó su aventura hasta el puente, la puerta de la ermita de los Pajaritos. Leonor empujó la puerta, que no se abrió y cruzó de todas formas. Gustavo empujó, encontrándola abierta y traspasó el portal con recelo. Veía luz, y si alguien esperaba dentro, podía no querer visitas a esas horas.
Leonor lo invitó a seguir caminando hasta la estancia de la que salía la luz. Quedó sorprendido por lo que encontró. La sala estaba tenuemente iluminada por un par de lámparas de petróleo y un candelabro junto a un anciano. Olía a humedad y pintura fresca. Sentado en un taburete alto y maltrecho, carboncillo en mano, deslizaba la punta negra sobre un lienzo en el que empezaba a atisbarse la figura de una dama solitaria.
—Maestro, me alegra encontrarle esta noche —le dijo Leonor.
—Mi querida Leonor. Esta noche es nuestra, aunque veo que traes un vivo a tu lado. Un hombre valiente si acompaña espíritus desconocidos en noche de difuntos.
—Mi nombre es Gustavo Mendoza, señor, un placer conocerle.
—El placer es mío, jovencito. Yo tuve un nombre, una vez, tiempo atrás. Me conocían bien por mi obra, y me llamaban El Divino.
—Justo apodo para un hombre como usted —le dijo Leonor.
—¿Y qué os trae por aquí, jovencitos?
—Me siento atada, y quisiera seguir, si es que hay algo después.
—Algo hay, eso es así. ¿Estás segura de que es lo que quieres? Piensa que puedes avanzar, o perderte para siempre.
—En este punto, poco me importa ya. Seguir o desaparecer, ambas se me antojan buenas opciones.
—¿Y tú, jovencito? ¿Quieres algo? —le preguntó al poeta.
—Asegurarme de que Leonor pueda seguir.
—Si la acompañas en el viaje que debe emprender, es posible que pierdas algo que no podrás recuperar.
—No tengo nada ya que perder —confesó el poeta.
El anciano retornó a su pintura y cogió un pincel con el que empezó a manchar el lienzo. Leonor aguardó y Gustavo hizo lo mismo.
—Si quieres seguir, debes emprender un camino en el que comprender, en el que ver, con esto —dijo palpando su pecho—, no con estos —se señaló los ojos y los miró a ambos.
—¿Y cómo he de empezar? —preguntó Leonor.
—¿Veis ese cuadro?
Ambos se volvieron hacia donde señalaba el anciano. Se encontraron con un paisaje que Gustavo reconoció, era la orilla del Guadiana, campo abierto, un par de árboles delataba la zona. Era uno de los caminos que conducían a la ciudad.
—Si estáis convencidos, tocad ambos el lienzo y empezará el viaje.
—¿Y qué debemos hacer? —preguntó Gustavo.
—Eso no lo sé. Sólo sé que ahí empieza. Una vez entréis, debéis solucionar lo que se os presente. Es un viaje del alma en el que comprender y en el que aceptar.
El anciano retornó a su pintura y Leonor miró a los ojos a Gustavo. El joven poeta dudó un instante. ¿En qué se estaba metiendo? ¿Tenía algo que perder? Poco, la verdad.
Leonor volvió la vista al cuadro, aterrada, paralizada por un miedo que hacía tiempo no sentía. Gustavo, sin embargo, dio un paso adelante y extendió su brazo y abrió la palma hasta casi rozar el lienzo. Leonor, temerosa, lo imitó. Ambos se miraron. Leonor pensó en su familia y en la posibilidad de volver a verla y Gustavo en Catalina. Posaron su mano al mismo tiempo en el lienzo y una luz tan brillante como la luna los envolvió y pareció disolverlos. La ermita quedó vacía. Los cuadros desaparecieron y las luces se apagaron.
Gustavo sintió un latigazo, como si algo sacudiera su cuerpo y cuando fue consciente de que ya no estaba en la ermita, abrió los ojos. Seguía estando oscuro, excepto por la luz de la luna. A su lado estaba Leonor, asustada, en su rostro se adivinaba el miedo que la embargaba.
—¿Dónde estamos? —dijo.
—En el cuadro, pero de noche.
Gustavo dio un paso y vio en el suelo un cuerpo. Se giró y fue testigo de la cantidad de cadáveres que cubrían el claro. No eran hombres de su época, ni siquiera de la de Leonor, eran mucho más antiguos y vestían ropajes típicos de la guerra. El olor del terror lo inundaba todo. El frío húmedo se colaba entre las costuras de la ropa y buscaba la piel sin compasión.
A medida que Gustavo y Leonor avanzaban por el desolado campo de batalla, el aire se espesaba con el eco de conflictos pasados. La tierra bajo sus pies, surcada de cicatrices de guerra, parecía susurrar historias olvidadas. Fue entonces cuando vieron al soldado, un espectro de un tiempo de furia y acero.
El soldado, con su armadura gastada y su mirada perdida en el horizonte, parecía una estatua conmemorativa de la tragedia humana. Gustavo, cuyo corazón latía al compás de los recuerdos de su propia lucha, sintió un profundo lazo con aquel guerrero olvidado.
—¿Qué batallas has enfrentado, soldado de tiempos idos? —preguntó Gustavo, su voz un puente entre el presente y el pasado.
El soldado, con un suspiro que parecía cargar el peso de siglos, comenzó a hablar en un tono que resonaba con la melancolía de quien ha visto demasiado.
Mientras el soldado narraba fragmentos de historias de honor y desesperación, Gustavo reflexionaba sobre la futilidad de la guerra y la efímera gloria que persiguen los hombres. Aquellas palabras, impregnadas de un dolor atemporal, se colaron por resquicios olvidados del alma de Gustavo. Con cada palabra, el espíritu de Gustavo se elevaba, trascendiendo las sombras de la guerra hacia un horizonte de esperanza.
El paisaje era desolador. Cientos de soldados, miles, yacían inertes. Algunos con el rostro vuelto al cielo, otros con la espada aún en la mano. Leonor se cubrió el rostro, espantada por tanta muerte y horror. Gustavo le indicó que no mirara y ella se apartó unos pasos fuera del camino, para no tener que ser testigo de tal consternación.
En la desolada vastedad del campo de batalla, donde los ecos del pasado aún gemían entre los restos abandonados, Gustavo y Leonor escuchaban al soldado, una sombra atormentada por recuerdos de guerra. Su armadura, abollada y roída por el tiempo, contaba historias de innumerables enfrentamientos, y sus ojos, hundidos en el rostro curtido por el sol, reflejaban un alma que había visto demasiado.
—Muertos, todos muertos, yo los maté, yo los maté…
—Caballero —lo interrumpió Gustavo.
El soldado guardó silencio, asustado, espantado por la voz que se dirigía a él. Leonor sintió lástima al ver el dolor en sus ojos y se agachó para limpiar sus heridas con un pañuelo. El hombre la miró sorprendido. Levantó una mano ensangrentada y le rozó la mejilla sin mancharla. Gustavo temió su reacción. Su espada estaba intacta, lista para ser usada y ellos ni tenían con qué defenderse ni podían hacer nada contra un hombre como aquel. Pensó en pellizcarse, aquello se le antojaba cada vez más un delirio que la realidad. En algún momento de la noche debió golpearse la cabeza y se encontraba inmerso en una pesadilla.
—¿Quién sois, joven dama? —le dijo.
—Mi nombre es Leonor.
—¿Habéis venido a reclamar mi alma? ¿Acaso sois un ángel enviado por quién? ¿Es el Cielo o el Infierno quien me reclama? —dijo mirando a ambos.
—Estamos en nuestro propio viaje —le indicó Gustavo.
—¿Qué buscáis en este lugar de olvido? —preguntó con voz ronca, mirándolos con una mezcla de sorpresa y melancolía.
Leonor, conmovida por la presencia del soldado, se acercó con cautela. Buscamos un camino a través de estas sombras, respondió, su voz, suave como un murmullo sobre el viento. El soldado asintió lentamente, como si comprendiera su búsqueda. Permaneció en silencio. Bajó la mirada y al ver su espada se irguió gallardo. Gritó enloquecido a alguien que no podían ver y después se lamentó por la pérdida de sus hombres. Terminó lanzando un grito de dolor que desgarró la noche. Gustavo se estremeció. Aquel alarido era más intenso de lo que se puede apreciar por el oído, le atravesó la columna, el alma misma. Era el dolor en su estado primigenio, casi sintió lo mismo que cuando aquella criada pronunció las terribles palabras que lo cambiaron todo: “La señorita no aguantó las fiebres y al alba fue reclamada su alma por Nuestro Señor.”
—¿Y qué le aflige, señor? No debería permanecer rodeado de tanta muerte y dolor —dijo Leonor sin volver la mirada hacia los cadáveres.
Gustavo sí lo hizo y vio entre los cuerpos el del hombre con el que hablaban. Tenía una herida terrible en el cuello y las mismas manchas de sangre cubrían su cuerpo.
—Traje a mis hombres a la muerte.
—Pero ellos se han marchado. ¿Por qué usted no? —insistió Leonor.
—Ahí está la luz, señaló el soldado, algunos de mis hombres me llaman, me avergüenza seguirlos, he perdido mi honor.
—Un soldado no puede perder el honor si lucha con coraje y fuerza hasta su último aliento —le dijo Gustavo.
Él mismo sirvió en el ejército hasta hacía poco. Aquello fue lo que lo separó de Catalina ese tiempo. Y ahora que volverían a encontrarse…
—¿Qué honor y qué honra tiene conducir al abismo a unos hombres que merecían más?
—Marchad con ellos mientras podáis, yo nunca pude —le dijo Leonor.
—La vergüenza me lo impide. Este campo ha sido testigo de demasiada sangre y lágrimas —susurró—. Pero en cada batalla, hay una historia de valor y esperanza que no logro recordar.
Gustavo, tocado por las palabras del soldado, sintió cómo el peso de su propia historia resonaba con la del desconocido. Inspirado, comenzó a recitar un poema que hablaba de valentía y redención, un eco lírico que parecía dar voz al dolor y a la esperanza de aquellos que habían caído en ese lugar olvidado.
Gustavo halló las palabras que un alma atormentada como aquella necesitaba oír para poder continuar. Horas antes, en la taberna, las musas lo habían abandonado, no lograba hilar dos palabras juntas capaces de expresar lo que él mismo sentía. Un impulso muy fuerte le dio fuerzas para recitar lo que fluía desde el interior de su alma.
En el umbral de la historia, bajo la luna que mira,
reposan las sombras de valientes, en silencio, en la orilla.
Diez mil almas, diez mil ecos, del Guadiana custodios,
que en la bruma del olvido, guardan secretos y rostros.
Susurros de hierro y sangre, de lanza, escudo y espada,
claman por la redención, en la noche que los espera.
Aquí yace el bravo comandante, cuyo corazón aún late,
en cada piedra, en cada salto de agua, en la tierra que abrazaste.
Oh, noble guerrero, en la batalla caído,
tu lucha no fue en vano, ni tu valor olvidado.
La tierra que te cobija, y el cielo que te contempla,
son homenaje eterno, y en la historia te recuerdan.
Que la luz de la luna llena, y las estrellas en el cielo,
iluminen tu descanso, y te brinden su consuelo.
Que el poeta y la doncella, testigos de tu memoria,
te liberen con sus versos, te devuelvan la gloria.
Os honramos, ¡oh! espíritus del pasado,
vuestra valentía inmortal, en nuestros corazones permanecerá.
Descansad ahora en paz, en el manto de la noche,
vuestra leyenda vivirá, vuestra alma ya no se perderá.
Seguid la senda que os aguarda, marchad y alcanzar la gloria.
Gustavo terminó sus palabras mirando el rostro del soldado, que, con nueva esperanza en su rostro, lo contemplaba extasiado. Leonor se levantó de su lado y le pidió que siguiera a sus hombres.
—Vuestras palabras han hecho recobrar a este viejo pecho el calor tiempo atrás olvidado. Mi puño se cierra de nuevo sobre el pomo de una espada que perdió el equilibrio y el sentido de mi camino relumbra claro ante mí —el soldado echó a andar hacia la noche y se detuvo un instante para mirar a ambos jóvenes—. No sé cuál será vuestra empresa, pero os deseo éxito en ella. Vuestras almas son puras y merecen la paz tanto como la que me habéis ayudado a encontrar. Alguien aquí me indica que os diga algo que debéis tener siempre presente. Nunca debéis olvidar lo que os trajo hasta aquí.
El soldado siguió caminando y una luz plateada lo envolvió. El cuerpo se disolvió hasta desaparecer por completo y la noche retornó como única compañera de Gustavo y Leonor.
Ella se volvió hacia el poeta y cuando sus miradas se cruzaron, la luz de la Luna se fue intensificando hasta obligarlos a apretar los párpados. El sonido de campanas lejanas aumentó hasta hacerles perder el sentido.
Cuando despertaron, ya no estaban en el claro, se encontraban en la ciudad, en los jardines de la Galera. Gustavo miraba a Leonor extrañado y ella le devolvía la mirada.
—¿El viaje continúa? —preguntó Leonor.
Un niño se acercó corriendo hasta ellos y Leonor sonrió al verlo. Tras él llegaron una dama vestida con ropajes que delataban su linaje y un caballero con un bigote bien cuidado. El chiquillo saltó a sus brazos y la joven lo abrazó y giró sobre ella misma alejándose de Gustavo, que contemplaba feliz la escena.
—Algún día tendremos nuestra propia familia —le dijo una voz bien conocida al oído.
La niebla, densa y persistente, envolvía el lugar como un manto. En ese mar de incertidumbre, Leonor y Gustavo se encontraron, cada uno acompañado por figuras que parecían surgir de un sueño. La familia de ella, radiante y alegre, extendía sus brazos hacia ella, invitándola a unirse a una eterna celebración de amor y unidad. Su corazón latía con fuerza al verlo, y un dolor agridulce invadía su ser.
Junto a Gustavo, Catalina, su amor perdido, aparecía tan real como en sus recuerdos más vividos. Su sonrisa, su voz, todo en ella era una promesa de un futuro que nunca existió. «Ven conmigo,» susurraba ella, «y dejemos atrás el dolor.»
Pero en esos momentos de tentación, la realidad los golpeaba con destellos de otra vida: la razón de su viaje, la necesidad de liberarse de las cadenas del pasado. Aunque sus corazones anhelaban unirse a esas visiones, sabían que eran sólo ilusiones, trampas tejidas por espíritus para desviarlos de su verdadero camino.
En la brumosa penumbra, Gustavo y Leonor, guiados por la trémula luz de una luna distante, se hallaron frente a frente, separados por un invisible pero palpable umbral de realidades. Leonor, con la mirada perdida en el rostro de su familia, revivía aquellos días de risas y abrazos que creía olvidados. Su madre, con una sonrisa etérea, extendía sus brazos hacia ella, invitándola a regresar al hogar de sus recuerdos.
Gustavo, por su parte, se enfrentaba al espejismo de Catalina, cuyos ojos brillaban con la promesa de un amor inmortal. «Ven conmigo», susurraba ella, «donde el dolor no puede alcanzarnos». En su corazón, el anhelo de aquellos días felices luchaba contra la realidad de su destino.
Se volvió, sin aliento, hacia la mujer que le hablaba. Sus ojos fijos en los suyos y su sonrisa clara y luminosa, como la última vez que la viera. Catalina llevaba el pelo recogido en una trenza y vestía de verde, el color que mejor le sentaba. El poeta no dijo nada. No se movió ni dejó de mirarla.
—¿Qué te han hecho en esas tierras del sur por las que me abandonaste? ¿Han robado las palabras que con tanta facilidad abandonaban tus labios antes de irte? —le dijo posando su dedo índice en la boca de Gustavo.
El joven llevó sus manos a la de ella y posó un beso en sus dedos, disfrutando del tacto anhelado. La miró a los ojos y no articuló palabra. Algo resonó en su cabeza, algo que casi había olvidado.
—Esto no es real —dijo sin soltar la mano de su amada, pero perdiendo el brillo en sus ojos.
Catalina acercó los labios a los suyos y le dio un beso. Después lo miró y acarició sus cabellos.
—Estoy aquí, y tú estás aquí. ¿Qué hay más real que esto? —le dijo apretando su mano contra su mejilla.
Cerró los ojos y trató de recobrar su ser. Sabía que aquello no estaba bien, que no podía ser. Catalina no estaba allí. Separó los párpados y contempló el rostro claro y perfecto de su amor. Fuera real o no, en ese momento, verla era suficiente, aunque lo sabía imposible. Se giró buscando a Leonor. Ella disfrutaba de los bailes y juegos de su hermanito, en su rostro, sin embargo, su felicidad escondía temor. Gustavo la miró hasta que ella misma levantó sus ojos y al encontrarse con los del poeta soltó un suspiro y sonrió amargamente.
—No tienes que hacer nada, sólo quedarte a mi lado —le dijo Catalina abrazando su cuerpo.
A pesar de sentir su calor, ahora que miraba sus ojos, no veía la vida que desbordaba Catalina antes de marchar. Esa no era ella. No era su Catalina, era una pobre ilusión de un alma atormentada como la suya, que se empeñaba en recuperar lo perdido cuando ya no le pertenecía.
—Abrázame y olvida el dolor. ¿Qué importa? ¿Verdad o engaño? Estamos aquí y podemos pasar así la eternidad —le dijo Catalina sin soltarlo.
Gustavo dudó. Qué le importaba nada. ¿Acaso quería volver y vivir una vida sin ella? No. No era eso lo que quería. No se conformaba con un sueño, prefería vivir una vida en la que honrar su recuerdo, que una mentira.
Buscó la mirada de Leonor y comprendió que ella quería lo mismo. El olvido, el fingir que nunca perdieron el amor de sus seres queridos no los definía. Sus almas estaban esculpidas por ese dolor y olvidarlo era traicionarse a ellos mismos y a los suyos.
Leonor abrazó a su hermano. Jugueteó con el bigote de su padre antes de darle un beso en la mejilla y se fundió en un abrazo con su madre, sin perder la sonrisa.
Con una determinación renovada, Leonor y Gustavo se enfrentaron a sus visiones. «No,» dijeron a la vez, «nuestro destino está más allá de estas sombras.» En ese instante, un susurro de la brisa parecía traer los ecos de sus propias batallas y sueños. Recordaron las razones de su viaje, las heridas y pérdidas que los habían llevado a ese lugar. Con un suspiro que parecía cortar el velo de la ilusión, rechazaron las tentadoras ofertas de los espíritus.
Y así, con un último vistazo a lo que pudo ser, dieron un paso adelante, dejando atrás las figuras que se desvanecían en la niebla, decididos a continuar su viaje hacia la libertad.
El poeta se volvió hacia Catalina y acarició su suave rostro. La muchacha cerró los ojos y le sonrió. Gustavo la besó y contuvo las lágrimas. Catalina acercó su boca a su oído y le dijo en un susurro: “La última puerta es el espejo iluminado por la plata más brillante”. Cuando se apartó de ella, desapareció fundida en la niebla.
Permaneció inmóvil hasta que sintió que una mano se posaba en su hombro. Se volvió y vio que era Leonor.
«Debemos seguir», murmuró Leonor, con la certeza de quien ha visto la verdad detrás de la cortina de sueños. Gustavo asintió, sabiendo que su camino era hacia adelante, no hacia un pasado que ya no les pertenecía. Unidos en su resolución, se dieron la mano, enfrentando juntos la oscuridad que se cernía, paso a paso, hacia su verdadera liberación.
—No era real, no éramos nosotros ni ellos eran los nuestros, porque los perdimos y estos no lo sabían —le dijo ella—. Espero que esta decisión nos permita continuar.
Gustavo guardó silencio. No quería recordar a lo que acababa de renunciar. Y tampoco pensar en lo que acaba de sentir, el tacto de la joven, frío otrora, se le antojó templado. ¿Qué significaba eso? Los separaba el misterioso velo de la muerte y ahora la sentía tan cerca que temía conocer la respuesta. ¿Qué locura había cometido al adentrarse en esa empresa?
La luz comenzó a intensificarse y las campanillas sonaron hasta a atenazar sus sentidos y postrarlos de rodillas.
Gustavo abrió los ojos cuando el silencio los rodeó y vio que se encontraban en un punto ya visitado esa noche. El puente se levantaba en medio de un mar de niebla. La luna brillaba en el cielo y su luz deshacía la bruma, que no se atrevía a adentrarse en la piedra.
—Mi hermanito me dijo que lo que seguía era el final y que ambos debíamos tomar la misma salida —le dijo Leonor.
—Catalina me indicó que la puerta era un espejo iluminado de plata.
Ambos jóvenes miraron a su alrededor, buscando algo que pareciera un espejo. No había nada más que niebla y piedra a su alrededor. Nada que reflejara su rostro si lo miraban.
Excepto el río.
Gustavo se asomó al pretil del puente y miró hacia las aguas. Un rostro redondo y plateado lo miró tranquilo.
—¡La luna! —exclamó Gustavo.
—¿La luna?
—Es la puerta plateada.
—¿Y cómo alcanzar la luna?
Gustavo guardó silencio. ¿Tenía la respuesta? Imposible. A no ser…
—¡El espejo!
—No tenemos espejos aquí y no sabemos si podremos abandonar el puente, siento que no hay nada más que este puente después de la niebla, sólo un lugar en el que perderse para siempre, como dijo El Divino —Leonor parecía resignada.
—¡El río! —gritó Gustavo señalando el reflejo de la luna en el río—. Tenemos que saltar.
Leonor no dijo nada. Le aterraba la idea de repetir el acto que la condenó. Gustavo estaba dispuesto. El poeta se acercó al borde y la invitó a seguirlo.
—¿Qué está en juego? Se me antoja un final. Yo ya no tengo vida, pero tú sí. Y te mereces volver.
—El Divino fue claro, ambos debíamos seguir el mismo camino y ambos podíamos perder lo mismo. Hace rato que dejé de pensar en mi vida. Vivir o morir es ahora algo que no controlo. Sé que puedo ayudarte a seguir. Saltaremos y te acompañaré hasta puedas seguir, aceptaré lo que me aguarde a mí.
Gustavo sostuvo las manos de Leonor entre las suyas. Era una muchacha menuda y pálida, hermosa… No tanto como su Catalina y aún así tan bella y frágil.
—¿Me acompañarás hasta el final? —le preguntó Leonor.
—Hasta el final.
—Cuando alcances tu destino, recita unos versos por mí, siento que los escucharé, esté donde esté.
Gustavo llevó las manos de la joven hasta sus labios y se las besó. Ambos se miraron y se fundieron en un abrazo justo antes de saltar hacia las oscuras aguas de un Guadiana ansioso por recibir sus cuerpos. Atravesaron el reflejo de la luna, rompiéndolo en mil gotas y las tinieblas los engulleron. Durante un tiempo eterno, permanecieron abrazados, hasta que la oscuridad se hizo eterna y Gustavo sintió que el cuerpo de Leonor se disolvía. Se quedó solo en las aguas hasta que el poco calor que albergaba en su cuerpo lo abandonó y la oscuridad lo reclamó por completo. No sintió dolor ni tristeza, sólo paz.
El trino de los gorriones lo despertó y cuando abrió los ojos quedó cegado por la luz del sol. Sentía dolor en su pecho, como si acabaran de quitarle el peso de un montón de piedras. Miró a su alrededor, se encontraba en una habitación que no conocía. En la pared vio un crucifijo y junto a la puerta, un espejo, en el que vio el reflejo de Leonor, sentada junto a su cama, tranquila, feliz. Al volverse hacia la silla que lo velaba, estaba vacía.
—¡Vaya! Al final la hermana Filomena se va a salir con la suya —le dijo una monja vestida de blanco que entró por la puerta con una palangana vacía y una jarra de latón.
Gustavo la miró sin comprender nada. Los recuerdos de la noche revoloteaban a su alrededor y le costaba ordenarlos y retenerlos. Era complicado pensar.
—¡Hermana Filomena! ¡Venga, venga! El mozo vivirá un día más, al menos —la monja se volvió y lo miró con una sonrisa.
—¡Válgame el Señor! —exclamó la hermana Filomena al entrar en la habitación—. Pensé que pronto tendríamos un ánima más en la Casa del Señor y mira —dijo la monja extendiendo las manos hacia él—, la muchacha tenía razón.
Gustavo la miró sorprendido. ¿La muchacha? Su primer pensamiento fue Leonor. Imposible. Recordó el puente, frío, oscuro, las aguas, gélidas, profundas. La luna, su brillo, el espejo. Y Leonor. Ambos se hundieron en el Guadiana. ¿Cómo había llegado allí?
—¿Cómo se encuentra, joven?
—Cansado —contestó Gustavo.
—¿La muchacha está despierta? —le preguntó la primera monja a Filomena.
—No, pero la despierto, se alegrará.
La hermana salió de la habitación rauda y desapareció en un instante. La otra monja se acercó a Gustavo y lo regañó por haber caído al río. Le explicó que el alcohol y la noche eran malos amigos y mucho peores el río y el barro. Por muchas penas que tuviera un corazón inexperto, no debía ahogarlas en un vaso.
Gustavo no dijo nada, no sentía fuerzas para replicar. Estaba confundido. La noche anterior parecía clara un instante y borrosa un segundo después. Caminó hasta el río, eso lo recordaba. Había una luz. Llegó hasta la ermita. Sí, recordaba la puerta, cerrada. Pero entró. ¿Cómo entró? No, no fue así. Estaba en el puente y después se fue hasta la ermita. Con ella. Sí, sí, con Leonor. ¿Y quién era Leonor? Estaban en el puente, mirando el río.
Parece un buen lugar para perderse.
Pero no lo es.
Saltó. ¿Por qué? Recordaba la luna, su reflejo en el agua. La luna era la puerta para salir de allí. Tonterías. No lograba recordar.
—Aquí lo tiene, señorita —indicó Filomena cruzando la puerta con una joven de cabellos oscuros, largos, hasta casi tocar sus caderas. Parecía demacrada, su tez pálida, casi tanto como el camisón que escondía bajo una bata azul. Sus ojos se abrieron como si contemplara el mayor tesoro que hubiera visto. Y Gustavo la reconoció en el instante en que su sonrisa se dibujó.
—¡Catalina! —exclamó desde la cama.
Trató de levantarse, pero las fuerzas lo abandonaron y se desplomó en el suelo. La hermana Filomena gritó y la otra monja se acercó para alzarlo, pero Catalina fue más rápida y se arrodilló junto a él.
—¡Gustavo! —sollozó—. No podía creerme lo que me decían. ¿Te lanzaste al río?
—No, no lo sé. No recuerdo nada.
—Tuvo suerte, muchacho, el sereno lo vio en la orilla y lo trajo aquí. Casi muere de frío.
—Catalina —Gustavo rozó su mejilla y ella apretó su mano contra la suya—. Estabas enferma, dijeron que moriste, yo no podía dejar de pensar en ti y…
—Fue mi prima. Falleció anteayer, la víspera del día de todos los santos —Una lágrima se le escapó mejilla abajo.
Gustavo la miró. No podía dejar de hacerlo. Era posible reparar un corazón quebrado en un instante, ahora lo sabía. Bastaba con recuperar la esquirla perdida y volvía a latir con la misma fuerza que el instante antes de quebrarse.
—No logro recordar lo que pasó —le dijo Gustavo.
—No me importa. Estamos aquí —Catalina lo abrazó con fuerza.
Las monjas se acercaron y las tres ayudaron a Gustavo a levantarse y volver a la cama. Le pidieron a Catalina que regresara a su habitación, ambos necesitaban descansar. Gustavo le cogió una mano, le costaba dejarla marchar.
—Estaré aquí al lado —le dijo.
—No volveremos a separarnos nunca —le dijo Gustavo y besó su mano.
Catalina sonrió y se marchó. Gustavo se echó en la cama y respiró aliviado. Aquella noche de luna llena quedaría en su recuerdo por siempre, pero cada vez que trataba de ordenar sus recuerdos, una luz plateada lo deslumbraba y olvidaba un tiempo.
Un poema se fraguó en su mente y Gustavo le pidió papel a la hermana Filomena antes de que se le olvidara.
En los susurros del Guadiana, hallé a Leonor,
luz entre las sombras, estrella en la oscuridad.
Su mirada, un faro en la tormenta de mi alma,
refleja promesas de mañanas serenas y verdades ocultas.
Bajo la luna, su voz danza como río,
cuentos de coraje, sueños de libertad.
Leonor, valiente en su delicadeza,
teje esperanzas en el tapiz del destino.
Con cada salto, desafía al miedo,
su espíritu, un canto de renacer.
Leonor, en tu vuelo, me enseñaste,
que en cada caída, hay un nuevo amanecer.