Hoia Baciu

HOIA BACIU

El viento era frío. Aunque eso no era lo peor. Las nubes, grises como el lomo de una ballena que flota libre por el cielo, permanecían justo encima de su camino, como montañas inmóviles e inmensas. Un vistazo al frente, al bosque que lo separaba de sus raíces, anunciaba lo inevitable: llovería.

Ovid centró su atención en la carretera que tenía por delante. Parecía un canal largo y estrecho que cortaba la masa verde que era el bosque. Era un lugar misterioso. En su pueblo lo consideraban maldito; un par de niños habían muerto entre sus árboles hacía tiempo, mucho antes de que Ovid naciera. El bosque quedaba muy cerca de su casa. Y siempre lo había mirado con recelo. Le habían enseñado a temerlo, como también le habían enseñado a ser justo y honrado, aunque nunca puso mucho empeño en serlo. El pasado era algo que no quería recordar. No estaba orgulloso de todo lo que había hecho, de casi nada en su vida, realmente. Los años de oscuridad habían sido largos, tanto que casi le parecía inmerecida la felicidad que comenzaba a vislumbrar. Había salido de un pozo que él mismo había escarbado lentamente, año tras año. Incluso estuvo seguro de que moriría en él. Pero no fue así. Logró escapar y ahora debía hacer aquello para lo que lo habían educado aquellas personas a las que decepcionó… pedir perdón. Y ya sólo quedaba una persona a la que volver, Lenuta, su hermana mayor.

Fue quien sufrió la pérdida de sus padres. Ella los cuidó y los enterró mientras él se encontraba en su pozo, drogado o borracho,  las dos opciones servían. No estuvo con ellos, desapareció y se marcharon de este mundo sin saber siquiera si su hijo estaba aún vivo.

No sabía qué se encontraría una vez llegara. Lenuta no tenía treinta años cuando la vio por última vez. Se había casado y tenía dos hijos, era tío y no conocía a sus sobrinos. Ovid sentía una maraña de emociones que lo animaban a volver por dónde había venido tanto como a seguir con su plan. Quizá su hermana no quisiera saber de él. Y no la culparía por ello, pero necesitaba tanto el perdón como saber que podía pedirlo. Se arrepentía de tanto, pero no podía cambiarlo, eso era lo primero que le habían enseñado en su grupo de ayuda… las personas a las que uno hace sufrir no siempre están dispuestas a perdonar. ¿Y quién podría culparlos?

El cielo, oscuro y pesado, había cambiado en los últimos minutos, tenía la lluvia encima. Unas gotas salpicaron la visera de su casco y un instante después todo estaba oscuro y mojado. La noche cayó sobre él casi al instante y las nubes vaciaron su contenido sin compasión. Ovid pensó en detenerse, llovía demasiado, pero parar implicaba quedarse en aquél bosque y no le apetecía demasiado. Su razón le impelía a hacer caso de su primer instinto. Un relámpago cruzó el cielo de lado a lado. Sólo perdió de vista la carretera un segundo, sumido en sus pensamientos como estaba. Un segundo en el que ocurrió todo. Los faros de su moto alumbraban varios metros por delante de él. Sólo se veía el negro brillante del asfalto y las gotas de lluvia caer del cielo como alambres de acero que se deshacían en el suelo en mil gotas. Una mancha blanca se materializó en su camino; una mancha blanca que sólo podía ser un cuerpo. Ovid frenó. Desde que abandonara su pozo, sus reflejos mejoraron. Pero iba demasiado rápido. Llovía demasiado. Su moto se deslizó de un lado a otro, las ruedas derraparon y el agua ayudó a que perdiera el equilibrio. Ovid vio la figura que lo había hecho caer mientras se deslizaba por el asfalto. Era una niña, sus cabellos eran largos y oscuros. Le recordó a alguien, aunque no supo a quién. Perdió la consciencia y quedó recostado en la carretera con el rostro mirando al cielo y la lluvia resbalando por la visera de su casco.

Ovid abrió los ojos. Veía el cielo nublado sobre él. Ya no llovía, pero todo estaba mojado. Tenía frío y sentía el cuerpo magullado. El olor del bosque húmedo colapsaba los sentidos. El sonido de las gotas que aún caían de las hojas de los árboles era lo único que se escuchaba. Se incorporó lentamente. Se sentó en la carretera y trató de poner en orden sus pensamientos. Le bastó un segundo para recordar qué había pasado. Se volvió, buscando a la niña. No le costó encontrarla, estaba sentada detrás de él, los faros de su moto la alumbraban y parecía un ser sacado de la propia luz. La niña no parecía herida, pero temblaba y estaba empapada. Sus ojos, grandes y castaños le trajeron recuerdos de otra época, de su infancia. Aquella niña le resultaba tan familiar…

—Ya viene—le dijo. Ovid se quedó paralizado. Algo no estaba bien. Se sentía tan extraño… y aquella niña… era una sensación o un recuerdo, estaba aturdido por el accidente e incapaz de pensar con claridad. La tormenta que lo derribó se metió en su cabeza. Y el casco… estaba a su lado, ¿cuándo se lo había quitado?

—Tenemos que irnos ya—le dijo; iluminada por la luz azulada de los faros parecía sacada de un mal sueño. Ovid se recobró como pudo y se puso en pie.

—¿Quién viene?—le preguntó.

—Ella—dijo la niña señalando al bosque.

Ovid se volvió, para ver lo que la niña señalaba. A su espalda, tan cerca que casi podía tocarla, había una mujer. Tan alta como él, unos ojos oscuros, dos pozos de brea que parecían a punto de incendiarse, lo miraban, sus cabellos eran largos, caían hasta sus muslos como pesadas cortinas de terciopelo, humedecidos por la lluvia. Su rostro, pálido y perfecto, tenía un extraño color, violáceo. Ovid se quedó paralizado, no sólo por el miedo, conocía a aquella mujer, sólo que la había olvidado.

Apenas era un niño cuando la vio por primera vez. Se le apareció en sueños durante semanas, atormentándolo hasta el punto de no querer dormir. Poco después ocurrió algo, Resturi, su perro, desapareció. Lenuta y él salieron a buscarlo; desobedeciendo a sus padres, se adentraron en el bosque, ese bosque prohibido, ese mismo que cruzaba ahora. Buscaron a Resturi durante horas, sin éxito. Se les hizo de noche. Ambos tenían miedo, pero era su perro, su amigo. Y no se abandonaba a un amigo por mucho miedo que uno tuviera. Siguieron buscándolo, la noche era oscura; la luna les concedió una tregua. Llegaron a un claro en el que había una cabaña abandonada. Ambos escucharon los gemidos de su perro y sin dudarlo, corrieron hacia el él. Resturi estaba encerrado. Entró y al cerrarse la puerta tras él, no tenía forma de volver. Mientras rodeaban la cabaña, pasó algo, les costaba andar, respirar, casi no podían ni pensar, Lenuta se quedó atrás, fue él quien logró cruzar el umbral de la puerta y encontró a Resturi. Ovid vio cómo arrugaba el hocico y gruñía. Tenía el cuerpo tenso y el rabo entre las patas. Escuchó un ruido a su espalda y se volvió, convencido de estar a punto de ser devorado por un oso. No había nada. Resturi continuaba gruñendo. Se acercó al perro y lo acarició, sujetó la cadena que llevaba al cuello y tiró de él para retomar el camino; se volvió y ella estaba allí, con sus ojos obsidiana, sus cabellos como algas negras y sus ropas oscuras. Ovid quiso cerrar los ojos, pero no pudo, estaba aterrado. Frente a él estaba la bruja de la que todos hablaban, los atraparía y se los comería. Lo que sucedió a continuación lo recordaba como cubierto por un velo que le impedía verlo. Su hermana le gritó algo al tiempo que golpeaba la puerta. La mujer trató de agarrarlo, pero él se revolvió y le arañó un brazo. La piel de la bruja se desgarró como si en lugar de uñas, Ovid hubiera utilizado cuchillos. El niño se lanzó contra la puerta y la abrió. Los dos abandonaron la cabaña a la carrera y Lenuta se les unió sin hacer preguntas. La bruja se materializó frente a ellos, en una nube de humo púrpura. Lenuta y él huían tan rápido como sus piernas les permitían, rodearon a bruja y no pararon. Ovid sintió la necesidad de mirar atrás, para cerciorarse de que la bruja no los seguía y para comprobar que Resturi corría tras él. Llegaron a salvo hasta su casa y jamás hablaron de aquello que vieron en el bosque.

Era muy pequeño cuando sucedió aquello y apenas era capaz de distinguir sus recuerdos reales de lo que su imaginación añadió con el tiempo. Ninguno volvió al bosque, ni siquiera Resturi. Con el tiempo, lo olvidaron… lo olvidó, hasta ahora.

La bruja lo miraba, inmóvil. Sus ojos despedían vida, una vida llena de odio y rabia. Ovid dudó. Todo era tan extraño, imposible, se golpeó al caer, eso era, en la cabeza y estaba alucinando, tal vez ni siquiera estaba despierto, tenía una conmoción, eso era, eso tenía que ser. Porque las leyendas que contaban sobre el bosque eran simples cuentos de vieja que mantenían a los niños a salvo y las brujas no existían.

La criatura levantó su mano hasta casi rozar su pecho. Ovid no movió un músculo, hasta que la mujer abrió su mano y una luz cegadora lo tocó. Sintió un dolor intenso que amenazaba con hacerle perder el sentido. Miró a la bruja a los ojos y se vio a sí mismo reflejado en sus pupilas. Supo que moriría si no hacía algo rápido. Con todas sus fuerzas levantó sus manos y aferró al brazo de la bruja, pero no pudo tocarla, su mano la atravesó como si fuera de humo. Aunque aquello hizo que se apartara, dándole tiempo para huir. Se volvió para coger a la niña y adentrarse en el bosque, juntos. Pero tras él sólo encontró su moto. Sin tiempo para pensar, corrió bosque adentro y no se detuvo hasta que las piernas le fallaron y se desplomó sobre la tierra.

El corazón le latía con tanta fuerza que escuchaba cómo la sangre salía de sus ventrículos y seguía el mismo y repetitivo recorrido que le permitía continuar con vida.  Se apoyó en las manos y contempló sus dedos, medio clavados en el barro y enterrados por las hojas muertas; sus dedos estaban desnudos… sus guantes, ¿dónde los había dejado? ¿Cuándo se los había quitado? De su cabello caían gotas que se deslizaban por su rostro y terminaban cayendo al suelo. Su pecho se hinchaba y deshinchaba agitado y Ovid supo que tenía que tranquilizarse. Ahora, en medio del bosque que tanto temió de niño, se sentía seguro. Estaba solo y lo que había visto no podía ser real. El accidente sucedió porque algún animal se cruzó en su camino y con la lluvia y la oscuridad lo confundió con una niña. Y la bruja… bueno, debía sufrir una conmoción.

Se tocó la cabeza sin encontrar heridas. Se palpó el torso, los brazos, las piernas. Nada. No tenía nada. Todo era extraño. Se sentó sobre los talones y respiró profundamente. No se sentía herido a pesar del accidente, no le dolía nada, sólo… sólo estaba confundido.

—Tiene que irse ya —le dijo la niña desde atrás. Ovid se volvió hacia ella al tiempo que se ponía en pie. La niña. Estaba allí, mirándolo, con esos enormes ojos castaños y esos cabellos largos y oscuros. Estaba sucia, manchada de barro y empapada. Era tan familiar…

—¿Dónde estabas? —le preguntó.

—Estoy encerrada —le contestó la niña.

—¿Encerrada? ¿Te has perdido? —Ovid pensó que la niña no sabía bien lo que le pasaba. Era muy pequeña, más que él cuando fue en busca de Resturi.

—No. Ella me tiene encerrada. Quiere hacerme algo malo, pero no sé qué —dijo medio llorando–. Quiero ir a casa… pero nadie sabe dónde estoy. ¿Me puede llevar a casa?

Ovid se arrodilló frente a ella. Tenía que ayudarla. Estiró su mano para tranquilizarla, pero cuando rozó su hombro, su mano la traspasó. Él se asustó, la niña lo miró con sus enormes ojos sin decir nada.

—No puede tocarme, sólo ella puede tocarnos ahora —le dijo.

Ovid no quiso preguntar, así no sabría por qué no podía tocarla, no quería descubrir que el motivo por el que no sentía dolor alguno tras el accidente era que no estaba vivo.

—¿Puedo ayudarte? —se puso en pie de nuevo y miró a su alrededor, la bruja aún no los había encontrado.

—Sí, pero tiene que venir hasta dónde estoy encerrada —le contestó la niña.

—Pero si no puedo tocar nada, no podré ayudarte.

—No sé, ella se puso muy nerviosa cuando llegó. Y me ve… ayer me crucé con gente y no me veían… quiero irme a casa.

—Llévame al lugar donde estás —le dijo Ovid–. Me llamo Ovid.

—Yo Alexandra.

Ovid sintió una punzada en su corazón. Alexandra, era el nombre de su madre. Y su madre tenía esos ojos tan grandes y ese cabello tan brillante igual que…

—La bruja le tiene miedo —le dijo Alexandra retornándolo al extraño presente.

Ovid la siguió y no necesitó verla para saber adónde se dirigían. La niña estaba encerrada en la misma cabaña que habían encontrado a Resturi años atrás. No tardaron en llegar. Cuando Ovid miró a su lado para decirle a Alexandra que todo terminaría pronto, vio que no estaba con él. La buscó a su alrededor, pero se había esfumado.

Decidido, se acercó a la cabaña y la llamó a voces. No obtuvo respuesta. Subió las escaleras de madera que lo llevarían al porche. El lugar permanecía exactamente igual que aquél día hacía tantos años. No era una cabaña normal, se respiraba un aire extraño y pesado. Sentía que sus pulmones se llenaban de un aire gomoso, que se adhería a sus fosas nasales y a sus bronquios impidiéndole respirar con libertad. Se sentía cansado, cada paso que daba le costaba mantenerse erguido. Su mente se perdía y se repetía cada segundo lo que estaba haciendo porque le costaba concentrarse. Algo quería que olvidara lo que hacía allí. Alcanzó el pomo de la puerta. Nada. Estaba atascado. Reunió las pocas fuerzas que le quedaban y derribó la puerta con el hombro. Cayó dentro y como si milagrosamente hubiera sanado de un mal extraño, volvió a respirar con libertad y su mente se despejó.

Alexandra estaba allí, tirada en el suelo. Tenía las ropas manchadas, como cuando la vio en la carretera, pero estaba seca. No parecía herida, sólo dormida. Ovid se acercó a ella, envuelto en ese extraño sentimiento al mirarla. La conocía, de alguna forma, conocía a esa niña.

La cogió en brazos, descubriendo, aliviado, que ahora sí podía sostenerla. La niña se removió entre sus brazos y balbuceó algo ininteligible. Ovid abandonó la casa, encontrándose con el mismo problema que al entrar. Por tres veces tuvo que pensar en lo que estaba haciendo y lo que haría a continuación. Y cada bocanada de aire que lograba tomar, le parecía una tarea imposible. Logró alejarse de la cabaña, y todo volvía a la normalidad a medida que se apartaba.

—Ya viene —dijo Alexandra sin abrir los ojos.

Ovid la dejó en el suelo y la cubrió con hojas secas. Necesitaba tiempo, pero la bruja no se lo dio. Apareció junto al claro del bosque. Ovid tenía la cabaña a su espalda. Y sin pensarlo, se dio la vuelta y corrió hacia ella. La bruja gritó, pero no le prestó atención. La confusión retornó a su mente y la sensación de asfixia, pero todo desapareció al cruzar el umbral.

La bruja lo siguió, sólo que al cruzar la puerta, cambió. La hermosura de su rostro dio paso a una cara seca y llena de arrugas profundas. Sus cabellos, gruesos y oscuros, se tornaron blancos y ralos. Lo único que permaneció igual fueron sus ojos.

Ovid se sintió acorralado. No sabía qué hacer, sólo quería alejarla de Alexandra, pero si se dejaba matar, sus esfuerzos serían en vano. La bruja atacó. Ovid recibió un profundo arañazo en su cuello. La sangre comenzó a brotar de su herida, asustándolo.

¿Moriría así? ¿Desangrado en aquella cabaña?

No, no moriría allí.

Buscó a su alrededor algo para defenderse. Había muchas cosas rotas tiradas por el suelo. Una silla de madera llamó su atención. La bruja lo atacó de nuevo y esta vez la esquivó. Se dejó caer de lado y rodó hasta las patas de la silla. Recordó la sangre que llenó los surcos que sus uñas abrieron en el brazo de aquella cosa, cuando era un niño, y supo que allí sí podía tocarla. La bruja se lanzó a por su presa, convencida de su victoria; Ovid la recibió tumbado, levantando la pata de madera astillada en el mismo instante en que ella rozó su rostro. Las uñas de la bruja cortaron la carne, pero la madera de la silla le atravesó el pecho y el corazón. Gritó. Gritó tanto que Ovid creyó que sus tímpanos estallarían. Y de la misma forma que desapareció en el bosque, desapareció en la cabaña. Esta vez para siempre. La cabaña comenzó a vibrar y Ovid, debilitado por su herida, la abandonó casi en el mismo instante en que la estructura desaparecía en una implosión de luz sin sonido alguno.

Se dejó caer al suelo, con las manos por delante. De su cuello brotaba sangre, oscura y pegajosa. Tenía frío y se sentía cansado, tan cansado como nunca había estado.

Arrastrándose, intentando no perder la consciencia, se acercó hasta el lugar en el que había dejado a Alexandra. Retiró la hojarasca y la sacudió. La niña se despertó asustada.

—Ya no está —dijo aliviada.

—Se ha ido para siempre —le dijo Ovid sentándose junto al tronco de un viejo olmo. Se apoyó, intentando no caer de lado, no estaba seguro de poder levantarse de nuevo. Se sentía débil y cada respiración le provocaba dolor en el cuello. La niña se le acercó y se recostó en su regazo. Ovid pasó su brazo sobre su cuerpo, le pareció que abrazaba un pajarillo tembloroso. Intentó recobrar las fuerzas, aquella niña debía a volver a su casa, pero no llegaría muy lejos en su estado. Y si se quedaban allí, nadie los encontraría.

—Alexandra —le dijo–. Tienes que buscar la carretera, busca mi moto y quédate junto a ella, en el arcén —Ovid cerró los ojos, tenía dificultades para ver, la pérdida de sangre comenzaba a sentirse–. Déjame solo.

—No hace falta —le dijo la niña, parecía tranquila.

Ovid perdió la consciencia abrazado a la niña. El calor lo abandonaba despacio y el dolor comenzaba a parecerle algo lejano y ajeno. El sonido del bosque, del agua que caía de las hojas de los árboles, desaparecía, sustituido por el rechinar de las ruedas y el murmurar de voces desconocidas que lo llamaban.

—Señor, ¿me escucha? —le dijo alguien–. No se preocupe, le ayudaremos.

—La niña… —dijo Ovid casi sin voz.

—Tranquilícese, señor.

—Pero… estaba en el bosque, la niña…

—Señor, tranquilícese, no hay ninguna niña, un camionero vio el accidente y llamó a emergencias. Cuando llegamos estaban aquí solos.

Ovid miró a su alrededor, todo lo que sus ojos le permitieron, porque no podía moverse, lo habían atado a una camilla. No veía a Alexandra. Su respiración se agitó. Por lo que veía, lo que le permitía ver el marco que formaba la visera de su casco, no había rastro de ella.

Lo levantaron, llovía, lo metieron en una ambulancia y le dijeron que todo estaba bien. Pero no lo estaba. Él la rescató. No sabía cómo había vuelto a la carretera, perdió la consciencia en el bosque, la bruja le cortó el cuello…

—¡Oiga! —le gritó al médico que tenía al lado–. Mi cuello, la herida…

—Tranquilo, no se preocupe, se ha golpeado la cabeza. Procure no moverse. Lo llevaremos al hospital para asegurarnos de que todo está bien.

—Yo…

Ovid se sentía impotente. ¿Todo había sido una alucinación? No. Lo había vivido, estaba seguro… era algo que no podía explicar, pero alguien debía ir al bosque y asegurarse de que allí no había ninguna niña. Entonces, un revuelo de voces lo alertó. Algo pasaba. Alguien gritó para que el médico saliera y Ovid se quedó solo. Se sentía cansado, tenía ganas de dormir. Apenas tenía fuerzas para mantenerse atento a lo que sucedía dentro, mucho menos podía saber qué pasaba fuera. Escuchó con atención, su mente se perdía, sentía que una simple ráfaga de viento podía arrancarle las pocas ideas que lograba dar vida su mente. Necesitaba saber, necesitaba ver aquellos ojos castaños y enormes que tanto le recordaban a su madre.

La puerta de la ambulancia se abrió y el médico entró con una niña en brazos, estaba manchada de barro y sangre, aunque no tenía heridas. Sus ojos castaños se cruzaron con los de Ovid y en ese mismo instante lo supo. Aquella niña era el vivo retrato de Lenuta y la bruja la había atrapado al igual que trató de raptarlos a ellos cuando eran niños. Todo lo malo y bueno que había hecho, lo consciente y lo inconsciente, todo… lo había conducido a esa carretera y a ese instante… para salvarla, para salvar a su sobrina.

Ovid sonrió y se dejó llevar por el cansancio y la calma que lo invadió. Se quedó dormido feliz, porque por fin empezaba a sentir que merecía el perdón.

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